![]() | Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 17 Mar 2025 - 09:00hrs
Había de todo el sábado por la tarde en el Zócalo capitalino: religiosas rezando el Ave María, nostálgicos del comunismo con playeras del Che Guevara, ancianos en sillas de ruedas, punks con perforaciones y cabello al estilo mohicano, náufragos de la Marea Rosa…
El encuentro para hacer conciencia sobre la tragedia de los desaparecidos –una que toca transversalmente a la sociedad mexicana– ocupaba una quinta parte de la plancha, frente a Palacio Nacional. Nada deslucido para un fin de semana largo y por haber sido convocado apenas tres días antes a través de las redes sociales. La importancia del acto y del tema fue subrayada por la presencia de provocadores de grupos afines a la autodenominada Cuarta Transformación, así como de supuestos anarquistas, vestidos de negro de pies a cabeza y dotados de martillos, que siempre pescan en esos ríos revueltos.
Sobre el circuito de la plaza, una enorme pinta, visible desde el balcón central, revelaba el propósito de los presentes: “¿Ahora sí nos ves?”. Y de las rejas que protegen el recinto presidencial colgaban las imágenes de muchas personas cuyo paradero se desconoce, arrebatados de sus familias y que hoy son parte una lista que no parece conmover a la autoridad: la de los 124 mil desaparecidos.
Unos metros al poniente, alrededor del espacio donde se realizó un solemne acto ecuménico cuando ya se ponía el sol, los colectivos de búsqueda colocaron centenares de pares de zapatos, que se han vuelto símbolo de su lucha desde que el grupo Guerreros Buscadores de Jalisco encontró centenares de ellos abandonados en un rancho del municipio de Teuchitlán. Esas piezas de calzado aparentemente pertenecieron a personas que estuvieron allí secuestradas, algunas de las cuales habrían sido asesinadas y calcinadas, a juzgar por el hallazgo de restos humanos en el lugar y el testimonio de víctimas que lograron escapar.
Los zapatos en el Zócalo eran el recordatorio de la ausencia de quienes los usaban, pero también del andar de los familiares de los desaparecidos, que recorren calles, caminos, parajes despoblados y hasta basureros en el intento de encontrar alguna evidencia del paso de sus seres queridos o, cuando la resignación azota, del lugar donde los asesinos escondieron sus cuerpos.
Son los zapatos en los que no se ponen las autoridades, por falta de empatía con el dolor que provoca la maldita incertidumbre, el no saber qué pasó con la hija, el hijo, la madre, el padre, la hermana o el hermano; y de no saber si a los desaparecidos no los encuentran porque su grito de auxilio se ahoga en un cuartucho o en un rancho aislado, donde los tienen secuestrados, sometiéndolos a algún horror, o porque ya no pueden gritar porque están muertos.
Ante esta tragedia, la peor de muchas que vive el país, las autoridades han optado por su propio silencio. Un silencio que apuesta a que los buscadores algún día se cansarán, que dejarán de buscar y de reclamar respuestas; que caerán en cuenta de que no tiene sentido pedir lo que legítimamente les toca: la aplicación de la ley y la seguridad que se deriva de ella. Un silencio que a todos los demás –afortunados por no tener que buscar a algún familiar desaparecido– nos haga creer que no pasa nada.
Pero sí pasa, como nos lo recordó la luz de las veladoras en el Zócalo. De hecho, es un horror: todos los días, 40 personas no vuelven a casa. De los 124 mil casos que aparecen en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, más de 17 mil son menores de edad. Usted dirá si ésas son cosas con las que una sociedad puede dormir tranquila.
Es muy sencillo: si el gobierno no cree que en Teuchitlán sucedió lo que dicen los buscadores –como ya están sugiriendo algunos de sus voceros–, entonces que revele lo que sí pasó. Porque en algún lugar se entrenan los criminales para matar; en algún lugar guardan a quienes secuestran, y en algún lugar están los restos de los desaparecidos a los que han matado.
Es obligación de la autoridad descubrir esos lugares y actuar, no sólo reaccionar ante los hallazgos de los buscadores, a los que, comodina e irresponsablemente, obliga a hacer el trabajo que le corresponde a ella.