Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 24 Jun 2024 - 08:30hrs
Las tres semanas que han pasado desde las elecciones del 2 de junio han dejado dos reacciones importantes por parte de los mercados.
La primera, una evidente preocupación por la iniciativa de reforma constitucional que acabaría con el actual Poder Judicial Federal y obligaría a que los jueces, magistrados y ministros sean elegidos por la ciudadanía.
La segunda, un beneplácito por el nombramiento del primer tercio del gabinete de la virtual presidenta electa, Claudia Sheinbaum, grupo en el que se encuentran Marcelo Ebrard, Juan Ramón de la Fuente, Alicia Bárcena y Rosaura Ruiz.
La primera provocó que el peso se depreciara y cayera la bolsa; la segunda tuvo el efecto contrario. Está muy claro lo que los mercados castigan y lo que premian.
Por supuesto hay quien dice –como el presidente Andrés Manuel López Obrador– que México debe tomar sus decisiones sin atender ese tipo de efectos. E incluso, que consideran que la depreciación de la moneda y el desplome bursátil que se vio en la primera quincena de junio fueron obra de “chantajistas” que quieren mantener “privilegios”.
López Obrador desestimó dichas reacciones y urgió al Congreso a no demorarse en poner en marcha la maquinaria legislativa para procesar su reforma judicial, cuya aprobación está casi asegurada por el tamaño de la mayoría que obtuvo el oficialismo en las pasadas votaciones, y hacerlo antes de que él deje la Presidencia, es decir, en septiembre.
Al parecer, el mandatario tiene una visión de los mercados como un ente que puede ser manipulado por unos cuantos, que aprietan botones frente a una gran pantalla, y no el reflejo de millones de decisiones de individuos y corporaciones que ponen o quitan dinero de acuerdo con su percepción de riesgo u oportunidad.
En momentos en que los inversionistas globales se encuentran en la búsqueda de un destino de negocios seguro, que los ponga a salvo de la tormenta comercial entre Estados Unidos y China –que, por cierto, no tiene visos de amainar–, la sensatez económica reside en presentar a México como un lugar que tiene las condiciones para acoger esos flujos, entre los cuales siempre debe estar la certidumbre jurídica.
Un país que no escoge a sus juzgadores por su capacidad, sino por su popularidad, no da esa tranquilidad. O al menos eso parecen pensar quienes tienen el dinero para invertir y que pueden decidir traerlo aquí o mandarlo a otro lado.
Pelearse con los mercados es como pelearse con la ley de la gravedad. Pueden gustar o no, pero así funcionan. Reacción contraria a la reforma judicial provocó el anuncio del jueves pasado sobre la integración del gabinete de Sheinbaum. Probablemente sea muy tarde –en su vida y en su sexenio– para que López Obrador perciba la diferencia entre una y otra, pero la virtual Presidenta electa, a quien le tocará gobernar los próximos seis años y arrancar su mandato en un mundo sumamente convulso, seguramente ya ha caído en cuenta de los incentivos para seguir tomando decisiones sensatas.
El no tener el poder formal en septiembre es un problema, sí. Pero hay muchas cosas que se pueden hacer en el plano legislativo para evitar el arrebato y la precipitación. Incidir en diputados y senadores para bajar la velocidad y pensar bien las cosas hasta que llegue octubre es una de las que ella podría hacer.
Ninguna necesidad hay de aprobar esa reforma a toda prisa, sin dar pie a una reflexión suficiente, si el periodo de sesiones tiene cuatro meses, no uno solo, y si la Legislatura dura tres años, no 30 días. Recordemos cómo la expropiación de la banca fue una herencia de última hora que dejó el presidente José López Portillo a su sucesor, que marcó para mal el siguiente sexenio y que años después debió ser revertida.
En poco tiempo, López Obrador estará en Palenque. Sheinbaum no debe permitirse iniciar su gobierno en medio de una crisis de confianza de los mercados por una reforma que le fue impuesta como propuesta de campaña por quien no era candidato ni resultó elegido. Su obligación es promover lo que más convenga al país, no cumplir la voluntad caprichosa de su antecesor de demostrar quién manda aquí.