Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 19 Jun 2024 - 09:10hrs
A la velocidad a la que el antiguo cácaro rebobinaba la cinta de celuloide después de la función, así va corriendo, de reversa, la película de la democracia mexicana.
La serie de reformas constitucionales impulsada por el presidente Andrés Manuel López Obrador podría terminar con años, décadas y hasta un siglo de historia, de un plumazo, en caso de ser aprobada por el Congreso.
Se dice, con razón, que la mayoría que ganó el bloque oficialista en la Cámara de Diputados y el Senado, en las elecciones del 2 de junio, es la más grande que ha habido desde la que se llevó el PRI, el entonces partido hegemónico, en los comicios de 1985. Lo que no se dice es que en aquel momento de la historia del país, el régimen político surgido de la Revolución Mexicana tenía ánimo de apertura –así fuera tenue–, no de cerrazón.
Éste se había iniciado en 1963, a fines del sexenio de Adolfo López Mateos, con la reforma que creó los diputados de partido, antecedente de los legisladores plurinominales, que permitieron ampliar la presencia de la oposición en la Cámara baja.
A esa reforma le siguió la que redactó Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación en el sexenio de José López Portillo, que legalizó a los partidos Comunista Mexicano y Demócrata Mexicano, adherido, este último, a la Unión Nacional Sinarquista. Ambas organizaciones, representantes de las visiones más extremas de la izquierda y la derecha mexicanas, habían sido proscritos en los años 50.
En el gobierno de Miguel de la Madrid se amplió el número de diputados, de 400 a los actuales 500. Los cien adicionales eran plurinominales, con ello creció la presencia de las oposiciones en San Lázaro. También se crearon las regidurías de representación proporcional en los ayuntamientos, lo que hizo que se diversificaran las voces que se expresaban en los cabildos.
Visto en retrospectiva, esas tres reformas, que se dieron en un lapso de poco más de dos décadas, si bien eran insuficientes para dar cabida a la pluralidad que existía entonces en la sociedad mexicana, fueron la puerta de entrada en el gobierno de fuerzas políticas distintas al PRI y el comienzo del declive de ese partido y su pérdida de mando.
Hoy vamos en sentido contrario, en una ruta de concentración del poder. Y, como digo arriba, esta restauración autoritaria está sucediendo a una velocidad mayor a la de aquella apertura.
La reforma energética que busca López Obrador acabaría con la competencia en el sector establecida el sexenio pasado y complicaría la transición hacia la electricidad de fuente limpia.
La cancelación de los órganos constitucionales autónomos, revertiría dos décadas de edificación de instituciones como el Inai y la Cofece, indispensables para el empoderamiento ciudadano.
La eliminación de los plurinominales contemplada en la reforma electoral nos regresaría 60 años.
La transformación del Poder Judicial pondría en jaque la existencia de un contrapeso fundamental en la República y echaría atrás una historia de tres décadas de construcción de una Suprema Corte, unos tribunales de Circuito y unos juzgados de Distrito independientes del Ejecutivo. Ésa había sido una aspiración de los constituyentes de 1917, como le relaté aquí en una entrega anterior.
Asimismo, forzar la elección de los juzgadores por el voto popular, además de politizar los órganos de administración de justicia –sin tocar a las fiscalías ni a los Poderes Judiciales de los estados– nos regresaría al siglo XIX, con la salvedad de que las elecciones de aquellos tiempos eran indirectas.
Los cambios que quiere López Obrador también volvería permanente la salida de los militares de sus cuarteles, algo contrario a lo que procuraron los presidentes Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán, quienes se esmeraron por lograr que la política fuese cosa exclusiva de los civiles.
En resumen, el presidente López Obrador busca, en estos últimos cien días de su sexenio, dar una frenética marcha atrás a las manecillas del reloj, y borrar los avances que le permitieron a él llegar a Palacio Nacional. Y hacerlo sin siquiera dar pie a que su sucesora pueda explayarse sobre si esos cambios son, en este momento de la vida pública, lo más benéfico para los mexicanos y la economía nacional.