“La primera vez”.

Tinta y tinte de una mujer

Valeria Aime Tannos Díaz

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| 25 Jul 2023 - 09:29hrs

Esa primera vez en la que decides contar tu historia lo haces porque la presión es inaguantable, sientes que asfixia y te das cuenta que llevas mucho tiempo llevando ese peso tu sola; es verdad que es una lucha individual, pero más adelante te das cuenta que ese peso, egoístamente, puedes repartirlo entre las personas que te quieren.


Esa primera vez no se olvida. Las veces que la cuentas después se vuelven repetitivas, pero esa primera vez es única, es en donde por primera vez vas a describir todo lo que pasó, en la que por primera vez saldrán lágrimas para alguien más. Probablemente a quien se lo estás contando suelte una.


No sabes realmente como empezar; estás temblando y al momento de sentir que estás segura, te llega el sentimiento de querer salir huyendo del lugar, pero ya llevas guardado el valor desde hace muchos meses, incluso años. Empiezas a relatar con una voz fuerte y segura. Eso cambia en cinco minutos.


Conforme avanzas, esa voz fuerte desaparece, se encoge; recuerdas y vuelves a vivir todo, te haces pequeña y no dejas de temblar. Ves como te observa la persona que, quizá es alguien de mucha confianza, con una mirada compasiva, o tal vez una mirada poco creyente, podría ser una mirada de incertidumbre, de esas en las que no sabe lo que pasa.


Te pregunta entonces por el nombre de aquel sujeto y ahí llega lo peor. Desnudas tu corazón, pero al momento de decirlo, la voz fuerte y segura regresa a ti. Te das cuenta de lo que acabas de contar y en automático sale esa palabra que estabas evitando decirte a ti misma, esa palabra que tú sabías lo que significaba, pero no eras capaz de decir en voz alta.


Eso es una violación (dice él) en todas sus letras, hace que te pongas pálida, pero no detienes tu relato. Para cuando estás por acabar, no hay mucho que decir, sacaste todo y una parte de ti se siente más libre que hace una hora. Una parte de ti se quedó en él.


A partir de entonces todo se vuelve más fácil, aparentemente, porque vienen momentos difíciles, en los que hay que contar la misma historia dos o tres veces, pero la sensación jamás vuelve a ser la misma, esa primera vez jamás se olvida.


Ahora vienen todos los protocolos. El protocolo de llevarlo a la legalidad, de hacerlo real y hacer que, de alguna manera, se haga “justicia”, aunque muy en el fondo sabes que es únicamente un protocolo sin nada más, es una tarea obligada.


Llegas con el fiscal especializado y relatas la misma historia, ahora más específica. En ese momento no sientes miedo. Casi no sientes nada. El fiscal no te ve a los ojos; eres un número más. Él saldrá a las 3 a su hora de comida y después de eso ya no habrá nada.


Pasas ya cansada al área de psicólogos y aunque es la parte más fuerte, sabes que sigue siendo un protocolo, sabes que el sistema funciona de tal manera que tú te sientas peor de haberlo contado que todo lo que viviste en aquel momento. El sistema de justicia funciona para castigar a la victima y perdonar al agresor. Te quiebras, pero recuerdas por qué lo haces.


Recueras que no estás ahí por ti (ya no hay mucho que hacer después de tanto tiempo) estás ahí por las personas que están contigo. Segura estás que eso probablemente te haga sentir bien después. Pero para ese punto ya pasaste lo peor. Internamente algo te libera.


No importan los protocolos ni las palabras; tú sabes que eres fuerte, contaste tu historia, entre un llanto que purifica, y mencionaste en múltiples ocasiones su nombre. La fortaleza que siempre has tenido sale a flote. Sabes que jamás van a volver a lastimarte de esa manera, y, entonces avanzas…


 

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