Comenzó a caer el telón del sexenio

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

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| 18 Oct 2022 - 09:34hrs

Andrés Manuel López Obrador ha sido un Presidente con prisa. Si hay que hacer un aeropuerto, que sea en dos años y medio. Si no está claro cuántos pasajeros y cuántas aerolíneas se interesarán en usarlo, ¿qué más da? Lo único que cuenta es terminarlo.


Para que le alcanzara el tiempo, el mandatario prometió trabajar 16 horas al día. A ese ritmo, explicó en octubre de 2019, “será como si estuviéramos dos sexenios (…) y no hará falta reelegirme”. Sin embargo, algo sucedió que el tiempo, al parecer, ya no le alcanzó. Ayer, en la conferencia mañanera, admitió la posibilidad de no poder resolver todo lo que quisiera antes del final de su periodo.


Hablaba sobre las dificultades de avanzar en uno de los tramos del Tren Maya, por una disputa agraria, cuando afirmó: “No voy a alcanzar a reparar todo el daño que ocasionó el neoliberalismo o neoporfirismo, porque fue peor que una pandemia, una peste, fue totalmente decadente para el país”.


Y agregó: “Entonces, ya empezamos. Si no nos toca a nosotros terminar, los que vengan yo estoy seguro que van a continuar con la misma política, no va a haber cambios”.


Si eso último ocurrirá o no, está por verse. Normalmente, presidente que va llegando no quiere saber mucho del pasado inmediato. Incluso trata de opacarlo, aferrado a su propio programa. Lo único seguro es que López Obrador no será el primer presidente en querer ver que sus políticas trasciendan el sexenio ni en terminar su lapso en el poder con lamentaciones sobre lo que no pudo hacer.


“Ya no tengo expectativas que manejar (…) Se me acabó la cuerda, ahora puros manotazos hasta que termine mi responsabilidad. Puro perder y perder”, escribió López Portillo en su diario cuando fenecía el sexenio (Mis tiempos, página 1222).


Es muy distinto el momento actual —cuando el reloj casi se ha vaciado de arena— que la época de la campaña. En aquellos días de 2018, con las encuestas a su favor y el triunfo en la bolsa, el candidato López Obrador no decía que el neoliberalismo le estuviera dejando una tarea imposible. “Hay problemas, pero no tenemos crisis financiera”, declaró en septiembre de ese año, ya resuelta la elección.


En ese entonces, pudo haber mantenido las expectativas en el terreno de lo razonable, pero optó por darles rienda suelta: crecimiento económico de 4% promedio anual; fin de la violencia criminal al día siguiente de su triunfo electoral; plan de “reconciliación y paz”, con la participación de líderes religiosos y activistas de derechos humanos; sacar a los militares de las calles; sistema de salud estilo nórdico; erradicar la corrupción, castigando, incluso a “compañeros de lucha y familiares” que incurrieran en ella; vender el avión presidencial…


Hoy, a juzgar por sus propias palabras, la realidad lo alcanzó. La economía, en el mejor de los casos, se quedará en el mismo nivel que tenía cuando la toma de posesión, lo que significa un sexenio perdido; el ingreso laboral se ha deteriorado, y los pobres, pese a los programas sociales, se han multiplicado; la corrupción se sigue tolerando cuando participan en ella los de casa; los militares no sólo no han regresado a sus cuarteles, sino que están más presentes que nunca en la seguridad pública; los cuerpos de los asesinados rebosan las morgues; los desaparecidos no aparecen y continúan sumándose las ausencias; el avión presidencial no se vendió ni se rifó…


El apremio cala en el ánimo presidencial. Sus respuestas a las pocas preguntas periodísticas que se hacen en las conferencias de Palacio Nacional crecen en acrimonia. El telón del sexenio comienza a caer y la tinta destinada anticipadamente a escribir en los libros de historia las reseñas gloriosas de la Cuarta Transformación ha empezado a evaporarse.

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