Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 08 Ago 2022 - 08:37hrs
El viernes 22 de julio, el sacerdote José Luis Segura Barragán se disponía a celebrar misa en la población de Zipoco, del municipio jalisciense de Santa María del Oro, cuando advirtió que hombres armados, con uniformes tipo militar, habían entrado en la capilla. A Segura, cuya vicaría está en Jilotlán, Jalisco, pero forma parte de la diócesis de Apatzingán, le había tocado ser testigo de la lucha entre los cárteles que se disputan el control de la zona limítrofe de los dos estados —en la que los criminales habían usado los templos religiosos como barricada o como bodega de armas o droga—, pero nunca había visto que se metieran armados a la hora del culto.
El sacerdote consideró suspender la ceremonia, pero pensó en los fieles de Zipoco, una comunidad que se encuentra en un extremo del municipio, al filo de una barranca, y a la que sólo se llega desde Jilotlán dando un largo rodeo por territorio michoacano. En la homilía, habló duro contra el crimen organizado y se refirió a la fallida política de seguridad pública, de “abrazos, no balazos”. Cuando se retiraba de la capilla, tras concluir la misa, escuchó cómo lo insultaban y amenazaban aquellos hombres armados, quienes dijeron ser colombianos y se jactaron de tener el control de la zona.
“Era evidente que no eran de aquí”, me dijo Segura, quien procedió a informar de los hechos al obispo y presentar una denuncia ante la Fiscalía General de la República y la Fiscalía de Jalisco.
Si eran colombianos o de otra nacionalidad quienes irrumpieron ese día en la misa en Zipoco, lo tendrán que determinar las autoridades. Pero no sería raro que vinieran de aquel país, pues las relaciones entre cárteles mexicanos y colombianos no es nueva y se ha venido estrechando en tiempos recientes.
La semana pasada, el mayor general Fernando Murillo Orrego, titular de la Dirección de Investigación Criminal de la Policía Nacional de Colombia, dijo a la cadena RCN que el Cártel Jalisco Nueva Generación está relacionado con los disidentes de las FARC que no se desmovilizaron con los acuerdos de paz de 2016.
Con motivo de la actual disputa comercial con EU y Canadá —países que han reclamado que la política energética de México viola el T-MEC—, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha venido diciendo que no permitirá que la soberanía nacional sea mancillada por ningún país extranjero. Sin embargo, como se ven las cosas, el riesgo de perder soberanía —la autoridad que reside en el pueblo y se ejerce mediante los órganos que lo representan— no está en la interpretación de un tratado que México suscribió libremente, sino por el poder que grupos delincuenciales, algunos de ellos extranjeros o con vínculos con otros países, ejercen en vastas zonas de la geografía nacional.
A decir del padre Segura, a quien entrevisté el viernes pasado, las autoridades municipales en la zona de conflicto en la que él se mueve han sido impuestas por el crimen organizado, cosa que no debiera sorprender a nadie por la interferencia de personas armadas que se vio en las elecciones estatales de 2021 en Michoacán. En esa entidad, los delincuentes imponen su yugo sobre actividades económicas, como la producción de limón y aguacate. Y en meses recientes se ha sabido de cómo en ése y otros estados han ido ampliando su control sobre varios sectores, como el transporte público, la venta de carne y pollo, la pesca y hasta la distribución del agua para la agricultura.
Con frecuencia nos fijamos en la cifra de homicidios dolosos como un termómetro de la seguridad pública, pero —sin quitar la gravedad de ese delito— la actividad criminal que avanza con mayor rapidez es la de la extorsión. Se trata de un cáncer que no tarda en hacer metástasis, ante el cual el gobierno federal responde con asombrosa parsimonia, que a ratos da la impresión de ser complacencia.
He ahí la verdadera amenaza a la soberanía nacional, no que un país socio nos diga que no estamos cumpliendo con nuestras obligaciones en el marco de una zona de libre comercio a cuya pertenencia debemos el que la economía del país se haya doblado en tamaño en el cuarto de siglo que transcurrió entre 1993 y 2018.