Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 10 Sep 2024 - 10:40hrs
Cuatro días después de la toma de posesión de Claudia Sheinbaum como primera Presidenta de México, este país cumplirá dos siglos de haber estrenado su Constitución original.
La Carta Magna de 1824 fundó una república democrática, federal y presidencial (un aporte al mundo de las sociedades americanas que se separaron de las potencias europeas).
Posteriormente, la Constitución de 1857 inventó el Estado laico, cosa que ha sido copiada por 80% de los países. Y la de 1917 produjo las garantías sociales y estableció la no reelección presidencial.
Por las razones expuestas y otras, esas tres constituciones pasaron a la historia y han sido materia de diversos estudios. No así ocurre con el constitucionalismo que pretende recetarnos la autodenominada Cuarta Transformación, que siente la imperiosa necesidad de dejar escrito ese testimonio de su paso por la vida pública del país.
Las iniciativas de reforma que dio a conocer el presidente Andrés Manuel López Obrador el 5 de febrero –en el aniversario de las constituciones de 1857 y 1917– nada tienen que ver con la trascendencia de aquellas dos ni con la de 1824.
Si acaso se le quiere encontrar algún paralelismo, tendría que ser con las llamadas Siete Leyes, un capricho de Antonio López de Santa Anna, quien las promovió en 1836 para crear una república centralista acorde con sus propios fines.
Siguiendo esa experiencia, López Obrador quiere renovar el marco constitucional, mitad por veleidosa revancha contra sus “adversarios”, mitad por cuidar el interés que tiene de mantener en el poder a su movimiento político.
Las siete leyes de carácter autocrático que pretende heredar al país, comenzarían con la reforma judicial, que será discutida y votada esta semana en el Senado de la República, que ya la recibió en forma de minuta procedente de la Cámara de Diputados.
Dicha modificación crearía un tribunal que vigilaría la actuación de los jueces, magistrados y ministros, quienes serían elegidos mediante un sistema que busca que sean adictos a Morena, con lo que cesarían de respetarse, en los hechos, las más de 200 garantías que nos otorga la Constitución.
La segunda ley eliminaría los órganos constitucionales autónomos, lo cual impediría que la labor del gobierno sea vigilada y seguramente crearía conflictos con otros países, pues su existencia está contemplada en tratados que ha suscrito México, como el acuerdo comercial de América del Norte.
La tercera pondría a la Guardia Nacional –es decir, el principal órgano policiaco federal– bajo la tutela de la Secretaría de la Defensa Nacional, con lo que terminaría de militarizarse la seguridad pública.
La cuarta ampliaría el catálogo de los delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa –es decir, cárcel automática sin investigación previa–, una situación que ya de por sí contraviene los compromisos del país en materia de derechos humanos, como falló la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La quinta sería una reforma electoral que acabe con los progresos que se han hecho, a lo largo de los últimos 60 años, en materia de representación de las minorías en el Legislativo, pues eliminaría las diputaciones de representación y senadurías de lista, otorgando al partido del gobierno la posibilidad de tener mayoría en el Congreso de la Unión aún más grande de la que ya tiene.
La sexta devolvería al país el fracasado modelo monopólico estatal en la generación de electricidad, que ha impedido que existan condiciones para atraer inversiones y crear empleos, y que somete a los mexicanos a constantes apagones.
La séptima convertiría al gobierno en una agencia de reparto de dinero público, en lugar de ser una entidad que promueva la libertad económica, sin preguntarse siquiera si existe la posibilidad fiscal de cumplir con esos compromisos.
Esas son las siete leyes que quiere López Obrador, quien –como hizo Santa Anna con José Justo Corro–, ahora pretende que Sheinbaum le acabe de sacar las castañas del fuego.