El gran incendio

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

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| 28 Ago 2024 - 10:11hrs

El cargo contra Casio Longino, un abogado que había perdido la vista, era que guardaba, entre los objetos que decoraban su casa, un busto de Cayo Casio, uno de los mentores de la conspiración para asesinar a Julio César, ocurrida más de un siglo atrás.


Salvidieno Orfito, nombrado procónsul de la provincia de África por el propio emperador, fue acusado de rentar tres cuartos de su casa para hospedar a funcionarios que no vivían en Roma. Pero la objeción imperial contra el senador Trásea Peto rompió cualquier parangón: era culpable del delito de parecer maestro de escuela.


En su obra Vida de los doce césares, el historiador Suetonio relata lo que pasaba por la cabeza de Nerón antes de incurrir en el más conocido de sus actos: el incendio de la capital del imperio en el año 64.


Lo que había sido una república había devenido claramente una tiranía. Los tres acusados fueron condenados a muerte, obligados a suicidarse. Para asegurar que la sentencia se llevara a cabo, Nerón les había enviado sendos médicos para ayudarlos en caso de que el proceso demorara demasiado.



“Eufórico por su gran éxito en la comisión de crímenes –continúa Suetonio–, Nerón declaró que ningún príncipe antes de él había conocido tal poder. Intimó con algunos que no quedaría vivo un solo senador”.


Tampoco perdonaría al pueblo de Roma. Durante una conversación, cuenta el historiador, uno de sus interlocutores afirmó: “Muerto yo, que el fuego consuma el mundo”. A eso, Nerón respondió: “Pues yo prefiero verlo mientras sigo vivo”.


El emperador actuó en consecuencia. Disgustado por los viejos edificios y las viejas calles, mandó a sus sirvientes a incendiar distintos puntos de la ciudad, afirma el cronista. “Durante seis días y siete noches continuó la devastación. La gente se vio obligada a huir a las tumbas y a los monumentos para refugiarse. Mientras tanto, incluso un buen número de recintos oficiales y las casas de generales condecorados en tiempos idos, aún decoradas con botines de guerra, fueron convertidos en ceniza. Lo mismo pasó con los templos de los dioses, construidos por los reyes de Roma después de las guerras púnicas y gálicas. En breve, todo lo que tenía suficiente reconocimiento y valor para mantenerse con el paso del tiempo, se perdió”.



En su Historia romana, el también escritor Dion Casio recuerda que Nerón ordenó que se prendiera fuego en varios puntos de la ciudad, “para que la gente no supiera dónde comenzaba o terminaba el incendio” y para que cundieran el descontrol y las noticias falsas entre los habitantes.


El emperador, agrega Suetonio, observó el incendio desde la Torre de Mecenas, en el jardín creado por el asesor del emperador Augusto cuyo nombre se ha dado a todo aquel que patrocina a los artistas. Allí, “cantó un poema sobre la ruina de Troya, enfundado en la túnica que usaba en el escenario. Y para convertir esta desgracia en algo benéfico para él, ofreció pagar para que fueran retirados los cuerpos de los que murieron en el fuego y removidos los escombros, pero eso lo hizo echando mano de los recursos de las provincias y de las fortunas privadas”.


El también historiador Tácito registró en sus Anales que, con ello, Nerón se granjeó el agradecimiento de los nobles y conoció un aumento de su popularidad entre el pueblo, cosas que logró “sin respeto a las personas ni intercesión de sus parientes”.


A decir de Dion Casio, el pirómano tenía una lira en la mano cuando observaba el desastre que había causado. Y, “mientras muchos se lanzaban a las llamas”, tratando de apagar el fuego o rescatar sus pertenencias, él entonaba una melodía dedicada a la captura de Troya, pero en realidad le estaba cantando a la captura de Roma.


“Todo el Monte Palatino, el teatro de Tauro y casi dos terceras partes de la ciudad se quemaron, y un número incalculable de personas murieron”, continúa Dion Casio. Sin embargo, en su reacción ante la desgracia, la gente no lanzaba maldiciones a Nerón, sino “mencionaba, en general, a quienes habían prendido el fuego”.


Últimamente, no sé por qué, me he estado acordando mucho de estos pasajes de Suetonio, Tácito y Dion Casio.

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