¡Córtalas!

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

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| 29 Ago 2024 - 09:20hrs

Un día de invierno tardío de 1976 –lo recuerdo muy bien–, Francisco y yo decidimos pausar nuestra amistad.


No estoy seguro si fue por un motivo trivial, como su burla sobre el pantalón que se me rompió durante una cascarita en el recreo y que mi madre me había arreglado con uno de esos parches que se planchaban sobre la ropa, o uno de fondo, como una discusión sobre el 4-2 que le acababa de meter el América al Cruz Azul –con goles de Alcindo, Román, De la Torre y Kiese–, luego de que la Máquina se había cansado de humillar a los azulcremas, una vez tras otra, a lo largo de varias temporadas.


“¡Córtalas!”, me dijo él, muy fanfarrón. “Pues ¡córtalas!”, le respondí, igual de soberbio o más. Hasta entonces habíamos sido los mejores amigos en el salón de tercero de primaria. Éramos inseparables. Yo iba a dormir a su casa y viceversa.


Tengo muy presente el momento, porque pocos días después nos tomaron la foto de grupo. Ambos tratamos de pararnos muy lejos del otro, pero como medíamos lo mismo, nos colocaron codo a codo, a la fuerza. Hoy veo esa foto y el encabronamiento se nos nota a ambos.



La imagen deja muy claro que los dos habíamos decidido darnos un tiempo, es decir, mandarnos recíprocamente a la fregada. Entonces, cada quien se juntó con otros niños del salón. Yo me esmeré en llevarme con uno que sabía que él odiaba, nada más para hacerle pasar un mal rato. Él le prestó a otro unos plumones que su padre le había traído de Alemania o un lugar así, y que nunca me dejaba tocar, a pesar de la amistad, cosa que me puso mal.


Confieso que pasé los siguientes días rumiando mi coraje. Peor me sentí cuando mi padre me preguntó cómo estaba Francisco. “¡No me hables de ese güey!”, le exigí. Don Humberto, a quien jamás se le escuchó decir grosería alguna en su vida, me mandó castigado a mi cuarto, “para que aprendas a comportarte”, pues en esos benditos tiempos los niños no eran respondones con sus padres y mucho menos decían “güey”, que era muy distinto a decir “wey” hoy en día, como hace cualquier güey sin consecuencia alguna.


Para mi alivio, supe después, Francisco la estaba pasando igual de mal que yo. Sus padres preguntaban por mí, sin entender qué había pasado, por qué habíamos pausado la relación.


Me juré a mí mismo jamás volver a cruzar palabra con ese güey, que antes consideraba mi cuate. “Pinche Francisco”, repetía para mis adentros, sin atreverme a decirlo en voz alta por temor a una nueva reprimenda paterna. “¡Pinche güey!”.


Rigurosamente, anotaba en un cuaderno los días que había cumplido con esa manda de distanciamiento. Creo que llegué a contar siete. No se ría, estimado lector, pues yo era niño y entonces el tiempo pasaba más lento.


Se lo digo porque las transmisiones de la televisión terminaban a las 12 de la noche, como pude comprobar un día que “acampé” debajo de la mesa del comedor y me aguanté sin dormir, viendo Anatomías con Jorge Saldaña o algún otro programa de ese estilo, cuyo contenido difícilmente entendía, hasta que salieron las famosas barras en la pantalla. En aquellos tiempos, los días se hacían eternos y uno se dormía porque se dormía. No había celulares ni Netflix para mantenerse despierto.


Tímidamente, al principio, Francisco y yo volvimos a hablarnos. No recuerdo quién tomó la iniciativa. Quizá yo, porque nunca he sido rencoroso después de superar el enfado inicial. O a lo mejor fue él y yo le di entrada (por lo mismo). O quizá fue porque Francisco se enteró del problema de salud de mi padre y se apiadó de mí. Vaya usted a saber.


El caso es que un día, uno de los primeros de primavera, renació la camaradería y todo volvió a ser como antes. O sea, le pusimos pausa a la pausa. Pausas que son cosas de niños. Pausas que no deben practicar los adultos –menos los que ya son abuelos, como yo–, pues supuestamente han madurado, y por eso no se hacen la ley del hielo ni confunden la amistad con los deberes y las ocupaciones.

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