Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 12 Feb 2024 - 08:49hrs
No sé si sea porque la memoria colectiva no alcanza para más, pero cada seis años los mexicanos damos lugar a la misma escenificación. Creemos que mediante la elección presidencial se conjurarán todos los fantasmas y, ahora sí, México alcanzará el lugar que tiene escriturado.
El problema es que no sabemos cuál es ese lugar. Nunca lo hemos discutido con seriedad. Podemos burlarnos y despreciar el Destino Manifiesto de nuestros vecinos del norte, pero mal haríamos en no reconocer que los mexicanos —por lo menos los de los tiempos modernos— nunca hemos definido bien a dónde queremos llegar y para qué.
Como ha escrito en estas páginas José Elías Romero Apis: hay países que son lo que se propusieron ser y hay otros que son lo que les salió. México, me temo, es de estos últimos.
Mucho tiene que ver la esperanza desmedida que surge cada inicio de ciclo sexenal, un lapso arbitrario que se inventó en 1903, en el ocaso del porfiriato —para aplacar a quienes se sentían con derecho a suceder al dictador— y luego fue adoptado por los triunfadores de la Revolución Mexicana, que lo impusieron mediante una reforma constitucional, apenas una década después de que la Carta Magna había restituido los cuatrienios. Ni siquiera nos preguntamos por qué dura seis el periodo presidencial, y no cinco o siete.
A finales del siglo XIX, el intelectual y político jalisciense José María Vigil escribió que “el mexicano es perfectamente capaz de levantarse un día lleno de cólera y derribar la más formidable dictadura, pero que, al mismo tiempo, es incapaz de censurar natural y diariamente a sus gobernantes para que, dándole a conocer a tiempo el sentimiento público, el gobernante corrigiera sus yerros y el país se salvara de acudir a la violencia revolucionaria, solución siempre tardía y deplorablemente destructora” (cita de Daniel Cosío Villegas, Excélsior, 4 de julio de 1969).
En estos tiempos se entrega un cheque en blanco al Ejecutivo cada seis años, para que resuelva todo a su leal saber y entender, sin revisar colectivamente qué hace y cómo lo hace. La historia nos enseña que ese proceso de toma de decisiones resulta, más bien, plagado de obsesiones y caprichos, y, al final, el país se le diluye o le estalla en las manos. Y los mexicanos volvemos a hacernos de la peregrina idea de que quien viene atrás corregirá el caos y nos llevará a la tierra prometida.
Ya probamos la continuidad del mismo partido —que se prolongó siete décadas— y también la alternancia —tres veces en lo que va de este siglo—, y el final del sexenio deja invariablemente un mal sabor de boca, pero también la fe ilusa de que, ahora sí, todo se arreglará por obra y gracia de la Presidencia. Esta vez, una coalición nos quiere llevar de vuelta a 1917 y otra a 1997, pero ninguna a 2057.
Todavía no aprendemos esta lección: no hay un Presidente que pueda echarse al país al hombro y lo saque adelante él solo (o ella sola). Ésa tiene que ser una tarea colectiva, organizada, de leyes e instituciones. Y esta otra lección: vivir en democracia no consiste sólo en ir a votar cada tres años, sino estar atento siempre al desempeño de la autoridad elegida.
Por diseño y práctica, el poder del Ejecutivo es muy grande cuando se trata de crear problemas y muy pequeño cuando el objetivo es solucionarlos.
Sólo cuando decidamos ser una sociedad en concierto, con metas claras respecto de lo que queremos lograr como país, podremos, como escribía Vigil en 1878, encontrar el término medio entre “la loca confianza del que se imagina poderlo todo”, característica de cada inicio de sexenio, y “el profundo desaliento que trae consigo la pérdida de las más lisonjeras esperanzas”, signo inequívoco de cada final de periodo de gobierno.
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