Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 22 Jun 2022 - 08:58hrs
El lunes, antes de las 6 de la tarde, los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar salieron de la iglesia de Cerocahui –en el muncipio serrano de Urique, Chihuahua–, alertados por gritos y disparos que se escuchaban afuera.
Frente al templo yacía un hombre agónico (aparentemente un guía de turistas, quien era perseguido y buscaba refugio).
Cuando los religiosos se aprestaban a asistirlo, fueron asesinados a sangre fría. Acto seguido, hombres armados lanzaron los tres cuerpos inertes a la caja de una camioneta. De nada sirvieron las súplicas de un tercer sacerdote, pues los sicarios se marcharon llevándose los cadáveres.
De acuerdo con distintas versiones, el grupo de matones era encabezado por José Noriel Portillo Gil, mejor conocido como El Chueco. Líder del grupo delictivo Gente Nueva, asociado al Cártel de Sinaloa, El Chueco ha asolado la zona desde hace años, apropiándose de grandes extensiones con el fin de explotar ilegalmente su riqueza maderera.
En ese proceso, ha provocado la huida de centenares de lugareños. Asimismo, se le acusa del asesinato de dirigentes indígenas, activistas ambientales e incluso de un turista estadunidense que se perdió en la zona y que habría sido confundido con un agente de la DEA. A finales de abril se desató una persecución en su contra, por parte de elementos de la Marina, pero se salvó de ser aprehendido. Información policiaca indica que siempre va armado de un lanzagranadas.
El crimen del lunes fue calificado de “muerte totalmente absurda” por la diócesis de Tarahumara, que exigió el fin de la violencia, así como “la recuperación de los cuerpos que fueron sustraídos del templo”.
Los sacerdotes Campos y Mora llevaban décadas viviendo en la sierra chihuahuense, donde eran reconocidos por su labor a favor de uno de los grupos sociales más vulnerables del país.
El triple homicidio ocurrió en una zona cercana al llamado Triángulo Dorado, que recientemente fue noticia con motivo de una visita del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien demandó que se le rebautizara como “triángulo de la gente buena”. En dicha gira, las camionetas que transportaban a los periodistas que cubrían la gira fueron detenidas en un retén de gente armada, hecho que fue desestimado por el mandatario. Ayer, en su conferencia mañanera, López Obrador dijo que Urique es “de bastante presencia de la delincuencia organizada”.
Para el mediodía, la noticia ya había dado la vuelta al mundo. Era natural que llamara la atención el asesinato de un hombre que buscaba refugio en una parroquia y de los sacerdotes que trataron de asistirlo, así como la presunta autoría del crimen por parte de un sicario del Cártel de Sinaloa –grupo al que el Presidente dispensa un trato cordial– y el que los hombres asesinados fueran jesuitas, igual que el jefe de la Iglesia católica. Por si fuera poco, un representante de la Compañía de Jesús, recién llegado de Roma, también estaba en el lugar.
La historia de los jesuitas en la sierra Tarahumara tiene más de 400 años. Y por largo tiempo han hecho tareas que ninguna autoridad realiza. En 1608, el padre Juan Fonte –originario de Tarrasa, Cataluña– recibe permiso de fundar la misión de San Pablo, en la entrada meridional de la sierra.
“Entró solo y con ánimo intrépido”, describe un contemporáneo, el también sacerdote jesuita Andrés Pérez de Ribas. “Su casa en estos parajes era una tiendecilla de jerga, que llevaba para decir misa (…) El sustento eran, muchas veces, granos de maíz tostado, y cuándo éstos faltaban, yerbas del campo. Su bebida era el agua llovediza de charcos rebalsados”.
En noviembre de 1616, Fonte viaja a Durango –de donde había llegado– para la celebración del arribo de una nueva imagen de la Virgen. En las cercanías de Santiago Papasquiaro, un grupo de indígenas tepehuanes sublevados lo mata a él y a otros tres misioneros.
El paso de los jesuitas por la Tarahumara está llena de sacrificios y tragedias, aunque también –dicen ellos mismos– de errores, aprendizajes y satisfacciones, producto de su labor comunitaria. Y a pesar de que la sierra se ha vuelto uno de los lugares más violentos del país, los misioneros y su comunidad religiosa dicen que no se marcharán.