Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 17 Jun 2022 - 08:51hrs
El miércoles, en la conferencia mañanera, el presidente Andrés Manuel López Obrador hablaba sobre la situación de inseguridad en el país y, aunque reconocía que los asesinatos han tenido un repunte, insistía en que el problema se da principalmente en un puñado de entidades.
“En seis estados se concentra 50 por ciento de los homicidios”, afirmó. “Hay lugares donde predomina una banda fuerte y no hay enfrentamientos entre grupos y por eso no hay homicidios. ¿Se los explico más? Es interesante…”.
—¿En qué estados se da esto, Presidente? –intervino una reportera.
—Por ejemplo, en Sinaloa. No está Sinaloa entre los estados con más homicidios.
—¿O sea, una paz pactada? –repreguntó la periodista.
—Es que hay una sola banda. La mayor parte de los homicidios, 75 por ciento, tiene que ver con enfrentamientos entre grupos de bandas.
Lo dicho por el mandatario fue muy revelador. No cuestionó si la existencia de una organización criminal dominante, en determinada entidad federativa, sea perniciosa para las personas que la habitan. Sólo resaltó que el que no hubiera enfrentamientos de “bandas” daba como resultado un menor número de homicidios.
Por supuesto, el asesinato es una de las peores expresiones de la delincuencia. Sin duda la más terrible por debajo de la desaparición, que no deja que los familiares de las víctimas entierren a sus seres queridos y así cerrar el capítulo de su pérdida.
Pero hay otras formas de ejercer la violencia criminal que no deben soslayarse. El que haya menos homicidios no significa que se dé una convivencia cívica sin conflictos. El objetivo del gobierno –uno que entiende que su principal función es proteger la vida y las propiedades de sus gobernados– no debe ser limitar el número de actores fuera de la ley, sino que éstos no existan. Y no le toca hacer sociología, sino gobernar.
Para que haya delincuencia organizada –sea un grupo o sean dos o más– tiene que haber corrupción. Aun sin competencia, un cártel tiene que sobornar a las autoridades para poder realizar sus actividades, que son, por su naturaleza, ilegales.
La corrupción se derrama sobre la gobernabilidad. Nadie puede tener dos amos. Autoridad que sirve a un cártel no puede servir a la ciudadanía. Si la tranquilidad pública en alguna zona depende de la existencia de una organización criminal dominante, significa que el Estado ha renunciado a afirmar su autoridad.
Como le decía ayer en este espacio, al escuchar al Presidente queda la impresión de que la paz ha dejado de ser fruto de factores tradicionales –como la aplicación de la ley, la educación y el control social del delito–, para volverse resultado de la acción de grupos criminales: si éstos no se enfrentan entre sí, porque tienen un acuerdo o porque alguno de ellos somete a los demás, no hay asesinatos. Pero si se da una lucha entre ellos, entonces sí los hay.
Eso deja a los gobernados con muy pocas opciones. Alguien que vive en un lugar con alto número de homicidios sólo tiene dos posibilidades: o se resigna, con la esperanza de que uno de los grupos en conflicto acabe con el otro, o se muda a un sitio en el que haya un cártel dominante.
En la campaña electoral, López Obrador pronosticó que la violencia criminal se terminaría al día siguiente de su triunfo en las urnas. Luego, ya en el gobierno, ofreció que acabaría con ella en seis meses, gracias a la aplicación de programas sociales destinados a cambiar la realidad social que, a su juicio, propicia el delito. Después, dijo que sería un año. Los plazos se cumplieron y la tasa de homicidios no ha decrecido mayormente. Tampoco la de desapariciones.
El miércoles afirmó que su gobierno seguirá apostando por la misma estrategia, aquella que no ha dado resultados. Eso hace que la única esperanza de que deje de correr la sangre es que alguno de los grupos delincuenciales gane la guerra a los demás e imponga su pax narca a toda la sociedad.
Mientras tanto, a los ciudadanos sólo les queda rezar para no encontrase en medio del fuego cruzado o no ser víctimas de un asalto o un secuestro o una desaparición, mientras pagan el sobreprecio en productos básicos que provoca la extorsión