Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 30 May 2022 - 08:53hrs
Ayer se cumplieron 18 años de que Felipe Calderón fue destapado como aspirante presidencial en el rancho Las Palmas, del municipio de Tlajomulco, Jalisco, propiedad de Abraham González Uyeda, quien llegaría a ser encargado de despacho de la Secretaría de Gobernación a la muerte de Juan Camilo Mouriño y desde mayo de 2018, se declaró simpatizante del presidente Andrés Manuel López Obrador e, incluso, le levantó la mano en señal de triunfo.
En un semestre se cumplirá una década de que dejó el poder Calderón. Y hace al menos ocho meses que el expresidente no aparece en medios de comunicación.
La última vez que dio entrevistas, que yo recuerde, fue con motivo de su asistencia como invitado al congreso del Partido Popular de España, que incluso ya cambió de dirigente desde entonces.
A pesar de que Calderón es un personaje que forma más parte del pasado que del presente, su nombre sigue resonando en la cabeza de López Obrador.
No ha habido mandatario en la historia moderna que haya arribado al poder con tanta legitimidad y tal cantidad de votos como el tabasqueño. Y, sin embargo, por una razón que sólo intuyo, pero que no me queda del todo clara, parece que él sueña y vive con la imagen del hombre que lo derrotó de forma cerrada en las elecciones de 2006.
Cuando López Obrador habla de la necesidad de reformar el marco electoral, su objetivo explícito no es mejorar la representatividad, sino que no se produzcan “fraudes”, como el que dice haber sufrido a manos de Calderón y el entonces IFE, hace ya casi ¡16 años!
Es verdad que los procesos electorales en México son frecuentemente motivo de declaraciones enconadas por parte de los candidatos y sus simpatizantes, pero hace rato que la palabra fraude desapareció del diccionario político mexicano.
No obstante, pese a llevar tres años y siete meses en el poder, el Presidente no da visos de haber superado aquel pasaje de la historia.
Quien mantiene vivo el recuerdo de Calderón es López Obrador. Como digo arriba, ya hasta el propietario del rancho desde donde el michoacano comenzó su ascenso a la Presidencia se ha decantado por el lopezobradorismo, pero el tabasqueño no puede aguantar las ganas de mencionar a su némesis, como si estuviese aquejado de un cuadro agudo de calderonitis.
Apenas el fin de semana pasado, lo volvió a hacer. De gira por el Triángulo Dorado, sentado en el asiento de copiloto de su camioneta, López Obrador respondía a las preguntas de los reporteros sobre un retén de gente armada –presuntamente del cártel de Sinaloa– con el que se toparon los reporteros que cubrían las actividades del mandatario, quien optó por viajar en helicóptero.
De camino a Guadalupe y Calvo, Chihuahua, desde Culiacán, Sinaloa –por una carretera que está en construcción–, los periodistas debieron cruzar el puesto de vigilancia en el que había personas con uniforme tipo militar, quienes les preguntaron si llevaban armas y luego los obligaron a dar aventón a alguien de la zona.
López Obrador desestimó el incidente. Dijo que en Jalisco y otras partes del país, “no solamente en Sinaloa”, hay gente que siente la necesidad de cerciorarse de que no pasen armas. Ante la insistencia de los reporteros, les pidió no dejarse “confundir” por “los conservadores”.
Y ante la pregunta de si la presencia de gente armada con uniformes tácticos representaba una falta de control por parte de las autoridades, el Presidente de plano perdió la paciencia.
“No, no, no, no”, dijo, sacando medio cuerpo por la ventana del vehículo. “Eso es lo que dicen los conservadores, no les crean (...) Yo no soy Felipe Calderón”.
¿Qué tenían que ver las referencias a Jalisco –cuando los reporteros le preguntaban por un hecho ocurrido en Sinaloa– y la comparación con el expresidente Calderón? Lo ignoro.
Lo que sí sé, por obvio, es que el Ejecutivo en funciones se apellida López Obrador y que a él le toca preocuparse y responder por el presente, no por el pasado.