Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 23 Feb 2023 - 08:34hrs
La diplomacia mexicana sufre una suerte de esquizofrenia, como lo muestran sus posturas contradictorias en los casos de Perú y Nicaragua.
Por distintos motivos, ambos países han dado de qué hablar en meses recientes.
En Perú, su presidente Pedro Castillo intentó dar un golpe de Estado, el 7 de diciembre pasado, anunciando el establecimiento de un gobierno de excepción, la disolución del Congreso, el mandato por decretos y el toque de queda.
Castillo no se salió con la suya, pues fue apresado y está siendo enjuiciado, pero el gobierno mexicano lo sigue considerando el presidente legítimo del país sudamericano, al grado de que se ha rehusado a entregar a Perú la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico, pese a que los peruanos tienen una presidenta sustituta, compañera de partido de Castillo, designada por el Congreso mediante un proceso constitucional.
Si el autor de la fallida asonada hubiese sido un político de derecha, en condiciones idénticas, ya nos podemos imaginar lo que estaría diciendo López Obrador, pero a los amigos se les perdona todo. Y hasta se intenta confundir, haciendo creer que las cosas fueron al revés, es decir, que Castillo no es el golpista, sino que fue derrocado.
Lo que gobierno mexicano critica de Perú, eso y más lo tolera de Nicaragua. El autócrata de ese país, el exguerrillero Daniel Ortega, ha violado todos los principios democráticos, encarcelando a decenas de opositores y a cualquiera que disienta de sus políticas, incluyendo a quienes tuvieron la osadía de querer enfrentarlo en la pasada contienda electoral –cuando se reeligió por cuarta ocasión– e incluso a un prelado de la iglesia Católica, el obispo Rolando Álvarez.
Ante la presión internacional por los presos políticos, Ortega tomó una decisión no menos indignante: mandar más de 200 de ellos al exilio, a Estados Unidos, y quitarles la nacionalidad nicaragüense, misma medida que aplicó a cerca de un centenar de disidentes que habían salido del país por cuenta propia, entre ellos el escritor Sergio Ramírez.
El martes pasado, le preguntaron a López Obrador cuál era su posición sobre estos hechos, dado que el gobierno mexicano había permanecido en silencio, a diferencia de los de Chile y Colombia, que también son de signo izquierdista, cuyos presidentes –Gabriel Boric y Gustavo Petro, respectivamente– han condenado en días recientes a Ortega, cada cual a su manera.
“Vamos a desayunar”, replicó el tabasqueño, dando por terminada su conferencia, como si le hubieran contado un chiste.
Ayer, ya sin pregunta de por medio, se animó a hablar del tema, pero lo planteó en términos de lo triste que le parecía que el movimiento sandinista se hubiera dividido, como si ése fuera el principal problema que vive Nicaragua.
El mandatario le dio la vuelta a nuevos cuestionamientos sobre si se violan los derechos humanos en Nicaragua e hizo pública una carta que dice que envió en diciembre pasado a Daniel Ortega –y que no ha recibido respuesta–, en la que le preguntó por la salud de Dora María Téllez, también exguerrillera sandinista, a quien el régimen nicaragüense había apresado.
No hay en la misiva reclamos por la evidente represión que ejerce el gobierno de Ortega, lo cual sería normal, teniendo en cuenta que López Obrador ha acusado de eso mismo al gobierno peruano. Sólo hay la petición de “recibir a la señora Téllez en México, evitando fines propagandísticos”.
Y por si el dictador se hubiera pensado otra cosa y para que no fuera a enojárse, el Presidente le aclaró: “También le expreso que en ningún momento nos prestaríamos a ser usados en una campaña contra Nicaragua y su gobierno, alentada por intereses ajenos a los de nuestros pueblos”.
Ahí están, muy claras, las dos varas de la política exterior mexicana: una para los aliados ideológicos y otra para quienes no comparten la nostalgia por los tiempos de la lucha armada en América Latina.