Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 08 Dic 2022 - 08:34hrs
Fue cuestión de horas para que las instituciones peruanas desactivaran la amenaza del presidente Pedro Castillo de disolver el Congreso, imponer un toque de queda y gobernar por decreto.
Los otros dos Poderes reaccionaron de inmediato, seguramente de una manera que no había anticipado el golpista, y pusieron ayer a salvo a la democracia y el Estado de derecho.
Frustrada la maniobra que echó a andar para evitar su destitución, Castillo se dirigió a la embajada de México, donde al parecer buscaría refugio para escapar de la justicia –que lo investiga por seis casos de corrupción–, pero fue interceptado y conducido a la prefectura de la Policía Nacional. Antes había sido desautorizado por el Tribunal Supremo y depuesto por el Congreso. Al momento de escribir estas líneas, estaba acusado de sedición. En pocos minutos, había pasado de gobernante a reo.
¡Qué importante es que un país pueda contar con instituciones sólidas para frenar las ambiciones personales! Más aún en América Latina, donde los presidentes adquieren estatus de dioses.
En Perú funcionaron tan bien que los pocos congresistas que mantuvieron su lealtad a Castillo pudieron votar en contra de la moción de vacancia sin que la mayoría les recriminara su posición. Para los mexicanos que, por desgracia, nos estamos acostumbrando a la facilidad con la que se califica de “traidores a la patria” a los legisladores que tienen una posición distinta, la tranquilidad con la que sesionaron los diputados peruanos en un momento tan grave fue muy sorprendente.
A la luz de los sucesos en Perú, el llamado plan B del presidente Andrés Manuel López Obrador genera mucha preocupación. El Instituto Nacional Electoral ha sido un baluarte de estabilidad desde su fundación y los cambios legales que pretende realizar el oficialismo lo dejarían en los huesos, sin capacidad de impedir muchas de las maniobras electorales que eran la cotidianidad en el México del siglo pasado.
Peor aún, la ausencia de un árbitro fuerte, con autoridad, nos devolvería a los tiempos que los comicios se resolvían con marchas o, peor, a balazos.
No exagero: antes de que existiera el IFE –antecedente del INE–, muchos de los procesos electorales terminaban en conflicto. Todavía recuerdo a los muertos que me tocó ver en Michoacán y Guerrero, luego de las elecciones municipales de 1989. De no haberse canalizado la lucha por el poder en una vía institucional –si no se hubiese creado el IFE–, la fuerza se habría convertido en la manera usual de dirimir los conflictos políticos en México.
El oficialismo mexicano está siguiendo un camino distinto al que permitió que ganaran la Presidencia de sus respectivos países el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el colombiano Gustavo Petro y el chileno Gabriel Boric: la construcción de consensos con fuerzas que piensan distinto.
El presidente López Obrador y los suyos se están atrincherando en sus propios puntos de vista e intereses, impulsando una reforma electoral que únicamente ellos quieren, sin negociar un solo contenido con la oposición.
Sus acciones están carcomiendo el andamiaje institucional que hizo posible que este movimiento político llegara al poder. Están procediendo de una manera que dejará indefensa a la democracia mexicana para enfrentar un reto como el que se acaba de producir en Perú.
Ojalá que a futuro no tengamos que preguntarnos, como Zavalita en Conversaciones en la Catedral, en qué momento se jodió este país.
Y es que el apoyo que dio ayer López Obrador al golpista peruano da mucho margen para ser malpensado.
Hay que ver el contraste con Lula, que, al comentar los sucesos en Lima, invitó a los habitantes de la región a practicar “el diálogo, la tolerancia y la convivencia democrática para resolver los verdaderos problemas que todos enfrentamos”.