Unidad nacional

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

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| 13 Sep 2023 - 08:24hrs

El 10 de febrero de 1933, en su primer discurso como canciller de Alemania, Adolfo Hitler habló en el Sportpalast de Berlín para delinear los objetivos del Partido Nazi en su reciente ascenso al poder.


Después de denunciar los males que, según él, había producido la República de Weimar, el führer advirtió sobre “el disenso y el odio que se ha instalado entre nosotros” y afirmó que “los signos de la desintegración están a la vista”.


Ante eso, continuó, “los campesinos, obreros y la burguesía deben unirse para fabricar los ladrillos del nuevo Reich”. El gobierno, dijo, “convertirá en su primer y más importante deber reestablecer la Volksgemeinschaft (unidad del pueblo)”, así como practicar “la reverencia de nuestro gran pasado y el orgullo de nuestras añejas tradiciones como la base para la educación de la juventud alemana”.


Y remató: “Llamamos al pueblo alemán a suscribir esta acta de reconciliación”.


A lo largo de la historia, autócratas y demagogos han utilizado el falso discurso de la unidad nacional como preámbulo de sus aviesos propósitos de concentración del poder. Así lo haría en los siguientes años Hitler, cuyo Tercer Reich implantó el odio y la división en la sociedad alemana antes de lanzarse en una guerra de conquista y exterminio.


El concepto de unidad nacional —es decir, la intención de agrupar bajo un solo objetivo a todos los sectores de una nación— resulta contrario a la naturaleza de una sociedad democrática, que es, por definición, diversa.


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En su famoso discurso Qu’est-ce qu’une nation? (¿Qué es una nación?), el historiador francés Ernest Renan (1823-1892) se refirió a ésta como “un referéndum diario”, en lugar de concebirla como una idea cincelada en piedra.


Una nación, subrayó Renan, está constituida por pasado y presente, “uno es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el otro es el consentimiento presente de vivir juntos”.


En ese sentido, una nación sólo es posible en el diálogo permanente. Las razones para vivir juntos deben negociarse todos los días. Ese acuerdo sólo es posible en democracia, un sistema político que genera los consensos necesarios para la convivencia social y otorga a las mayorías el derecho de gobernar y a las minorías, el de ser escuchadas y tomadas en cuenta.


En los tiempos electorales que vivimos, seguramente escucharemos hablar otra vez de “pueblo”, como un ente uniforme, y de la “unidad nacional”, como un llamado a que todos los miembros de la sociedad se alineen bajo el concepto de nación que ha definido una persona o un grupo político.


La historia nos ha enseñado a desconfiar de dichos conceptos, pues quienes los enarbolan buscan acabar con la pluralidad de visiones e intereses que constituyen la nación, más aún una que está asentada en un territorio tan amplio como México, y en la que ningún partido ni mucho menos un individuo deben pretender representar la voluntad de todos.


Convocar, como Hitler, a la Volksgemeinschaft es un acto demagógico. Pensar que sectores tan distintos como los campesinos y la clase media urbana pueden ser obligados a uniformarse en aras de los objetivos dictados por un partido sólo sirve a quienes buscan concentrar el poder. Ahí no hay “reconciliación”, sino imposición. Una “unidad” dictada por la fuerza.


La democracia es otra cosa: una paciente resolución de conflictos y edificación de consensos. Las maneras en que ven la vida usted y su vecino son diferentes por naturaleza, pero la convivencia entre ambos no puede ser forzada, a riesgo de ser insostenible; debe ser producto del diálogo.


La nación es un conjunto de individuos que han decidido vivir juntos, no una argamasa sostenida por un eslogan. El papel del líder político que se asume como demócrata es mediar y convencer, no imponer su visión (casi siempre, su interés) a todos los demás.


Así que cuando escuche que los políticos en campaña hablan de “unidad nacional” y convocan a los grupos más diversos a sumarse a una causa, esté seguro de que lo están invitando a un baile al que usted probablemente no quiere ir.

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