Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 12 Dic 2022 - 11:02hrs
La semana pasada, Perú pudo resistir el intento de autogolpe de Estado del presidente Pedro Castillo, gracias a que sus instituciones lo resistieron. El Tribunal Constitucional desautorizó la disolución del Congreso que pretendía realizar el presidente y, ante el toque de queda que proclamó éste, declaró con toda claridad que nadie estaba obligado a obedecer a un gobierno usurpador. Luego, el Congreso peruano puso a votación una moción de vacancia (destitución) de Castillo, que fue aprobada por abrumadora mayoría. Y dio posesión como presidenta a Dina Boluarte, quien había sido elegida como vicepresidenta en la misma fórmula de Castillo.
A su vez, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional emitieron un comunicado en el que se pronunciaron por el respeto a la Constitución, y no acompañaron a Castillo en su intentona de gobernar por decreto. Asimismo, fue detenido y llevado ante la justicia, acusado de rebelión. El juez Juan Carlos Checkley, del Juzgado de Investigación Preparatoria, le dictó prisión preventiva por una semana, en el mismo penal limeño donde el expresidente Alberto Fujimori –quien llevó a cabo un autogolpe en 1992, ése sí exitoso– cumple una condena de 25 años de prisión. El Poder Judicial estuvo de acuerdo con el alegato de la Fiscalía de la Nación de que el depuesto mandatario representa un riesgo de fuga. Al hacer la petición, el fiscal Marco Huamán puso como prueba lo dicho por el presidente López Obrador, quien confirmó que, al momento de ser detenido, Castillo se dirigía a la embajada de México en busca de refugio. Es decir, las instituciones peruanas funcionaron para defender la democracia y el Estado de derecho.
De no haber actuado los poderes Legislativo y Judicial con autonomía, el autogolpe de Castillo se habría consumado. O, en una de ésas, no habría resultado necesario, pues el presidente hubiera ejercido el poder de forma caprichosa, sin que nada ni nadie se lo hubiera impedido. La lección es que la democracia necesita de equilibrios. Para eso existe la división de poderes. Por eso, cuando el Legislativo se comporta como una suerte de oficialía de partes –o peor: cuando la mayoría de sus integrantes ni siquiera lee las iniciativas que envía el Ejecutivo y las aprueba sin más– y cuando el Judicial es obsequioso respecto de la voluntad presidencial, el autoritarismo se impone.
Lo sucedido en Perú resulta un gran contraste respecto de lo que ocurre en México con la reforma electoral. En lo único que han funcionado acá las instituciones es que el presidente López Obrador no pudo sacar adelante su iniciativa de cambios constitucionales en la materia, porque el electorado decidió en los comicios de 2021 no dar a Morena y sus aliados la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. De otra suerte, esa iniciativa habría prevalecido. Sin embargo, apenas se había consumado esa derrota, el Ejecutivo arremetió con otra iniciativa, esta vez para hacer cambios en leyes secundarias, lo cual sólo requiere de mayoría simple. Ésta fue aprobada en modo fast track por los diputados de la mayoría, quienes ni siquiera leyeron lo que votaron.
Esta semana tocará a los senadores discutir y votar la minuta. Si ésta sale adelante, el sistema electoral que desde 1996 ha garantizado que prevalezca la voluntad popular –con una tasa de alternancia que rebasa 70 por ciento– se verá severamente comprometido, mediante recortes al Instituto Nacional Electoral, que mermarán su capacidad de instalar casillas, y volverán casi imposible sancionar a candidatos que violen las disposiciones legales para procurar la equidad entre los contendientes. Los senadores deben saber que, si aprueban esos cambios como los quiere el Presidente, pasarán a la historia como cómplices de la decisión unipersonal de afectar un sistema electoral que funciona bien en lo esencial. Y no sólo habrán puesto la mesa para que se despache el actual oficialismo, sino que nos llevarán a vivir en el futuro comicios caracterizados por la manipulación, el conflicto y el descrédito.
El Senado puede ser ese órgano de control que ha faltado en los tiempos de la autodenominada Cuarta Transformación. Tendrá que decidir cómo quiere ser recordado.