| 08 Mar 2024 - 08:46hrs
En el oficialismo les gusta citar a Nelson Mandela como un ejemplo de luchador social que aguantó la cárcel por motivos políticos y llegó a presidir su país.
No se equivoca en que el sudafricano, fallecido en 2013, pasó 27 años en prisión y salió de allí en 1990 para ser parte del proceso de transición democrática y, luego, candidato presidencial.
Sin embargo, lo que el oficialismo ignora o prefiere no recordar es que Mandela no emergió de ese duro e injusto castigo con ganas de revancha, sino con el ánimo de dejar atrás el pasado y unir a su país.
De hecho, todo el proceso de salida del apartheid –el régimen de segregación racial que estuvo en vigor entre 1948 y 1992– fue un ejemplo de colaboración política entre facciones que estuvieron enfrentadas por décadas.
A mediados de los años 80, Sudáfrica estaba en guerra. El gobierno segregacionista había declarado un Estado de emergencia y el Congreso Nacional Africano (CNA), el principal partido de la mayoría negra, se había propuesto hacer ingobernable al país.
La incapacidad médica del presidente Pieter Botha, en 1989, y su sustitución por el moderado Frederik de Klerk, así como la liberación de Mandela, contribuyeron a reducir las tensiones, pero el clima político era comparable a un campo minado sobre el que había que caminar con sumo cuidado.
Mandela comenzó esa etapa reconociendo los errores que había cometido el CNA en la lucha contra el apartheid. En febrero de 1990, pronunció un famoso discurso en el puerto de Durban, en el que llamó a sus partidarios –aún no convencidos del proceso de pacificación en el que él estaba empeñado– a dejar atrás los rencores. “Tomen sus pistolas, sus cuchillos y machetes y láncenlos al mar”.
Luego condujo, de la mano del presidente De Klerk, un hábil proceso de negociación, que duró tres años y que logró aislar a los extremistas de uno y otro bando para sentar las bases de la nueva Sudáfrica, plural y democrática.
No faltaron retos en esa etapa, como los estallidos de violencia y asesinatos por motivos raciales, que a ratos provocaron connatos de ruptura en las pláticas. Sin embargo, persistió el ánimo constructivo y en noviembre de 1993, se logró adoptar una constitución interina, con base en la cual se convocaron a las elecciones pluripartidistas de abril de 1994, que fueron ganadas por Mandela y el CNA con 63% de los votos.
Ya como presidente, Mandela mantuvo su compromiso de unir al país. Su primera acción fue pedir a los burócratas blancos que laboraban en la oficina de la presidencia no renunciar a sus puestos y colaborar con el nuevo gobierno.
Luego, en un acto simbólico, vio el potencial de unión del país que tenía el rugby –deporte preferido de la minoría blanca– y se opuso al intento de las nuevas autoridades deportivas de sustituir el mote de la selección nacional. “Si les quitamos eso, no tendrán ningún motivo para confiar en su nuevo país”, les dijo.
Mandela unió, no polarizó a los sudafricanos. La constitución negociada fue la base de la convivencia de facciones que habían estado en guerra. Por supuesto, la política es un proceso siempre en marcha y, como sucede en todos lados, surgen problemas y retos nuevos. Sin embargo, quedan para Sudáfrica y el mundo el ejemplo de un hombre que supo dejar atrás los resentimientos personales y pensar en todos.
Por eso, cuando el oficialismo en México pone como ejemplo a Mandela, pero sin renunciar a la polarización e insistiendo en realizar cambios constitucionales que no contemplan a quienes piensan distinto, no sé a qué hombre le está rindiendo homenaje.