Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 24 Abr 2024 - 08:45hrs
En los últimos días he escuchado con harta frecuencia que no hay por quién votar. No sé si es efecto de la polarización y el hartazgo de la política a los que hacía referencia Federico Reyes Heroles en su columna de ayer en estas páginas.
La afirmación me sorprende porque no es que haya tantas opciones en la boleta. La decisión no debiera ser tan difícil.
Lo que espero es que no se trate de un desánimo que aleje a los ciudadanos de las urnas.
Porque en este proceso los mexicanos no estamos escogiendo entre dos o tres nombres, sino el rumbo que tomará el país en los próximos años y quizá por una generación entera.
Me ha tocado participar en seis elecciones presidenciales, en las que he tenido que tomar decisiones respecto de un universo de 33 candidatos (27 hombres y seis mujeres).
Por eso puedo decirle que esperar el candidato ideal es una quimera. De todas las veces que he votado para Presidente de la República, sólo en una ocasión lo he hecho convencido de que la persona por la que sufragué tenía las cualidades requeridas para encabezar a la nación. Todas las veces que he ido a las urnas, lo he hecho seguro de tres cosas:
1) Votar es importante. Es un derecho, un deber y un privilegio. Hay países donde el sufragio no cuenta y el proceso es un engaño. En México no es el caso. Al menos, todavía no.
2) Votar no es lo único que hace democrático a un país. Por citar al exprimer ministro francés Pierre Mendès France, “la democracia es mucho más que tener elecciones y el gobierno de la mayoría: es un tipo de costumbre, de virtud, de escrúpulo, de sentido cívico, de respeto por el adversario; es un código moral”.
3) Nunca he pensado que un Presidente puede resolver mis problemas más de lo que puedo hacer yo mismo. No ha habido ni creo que vaya a haber alguien con la capacidad de cargar al país sobre los hombros y hacer la tarea que corresponde a la sociedad completa.
Ser Presidente significa decepcionar a más mexicanos de los que lo eligieron. Un sexenio queda bastante sobrado para incumplir las promesas de la campaña y desinflar las ilusiones de quienes creyeron que “ahora sí” nos iba a ir bien, porque había llegado quien esperaban.
Ese problema surge de la convicción de que los ciudadanos sólo tenemos que ir a votar y el elegido (o la elegida, en este caso) se encargará de lo demás. El viejo paternalismo ha mutado en la idea de un maternalismo en el discurso de las dos candidatas con posibilidades reales de ganar. Pero los mexicanos no necesitamos una madre común como antes no necesitábamos un padre. Quizá haya que recurrir a Octavio Paz o a Jorge Ibargüengoitia para entender por qué esperamos que el Presidente (la Presidenta) cumpla ese papel.
Olvídese de los nombres en la boleta. Olvídese de los partidos, que son simples membretes, cascarones vacíos de contenido. Lo que se juega en esta elección son dos proyectos. Una visión de pasado y otra de futuro. El paternalismo (maternalismo) contra la toma de responsabilidades por parte de los ciudadanos. Un México que se ve al ombligo y otro que se abre al mundo. Uno que piensa que hay que recuperar las supuestas glorias de los tiempos idos y otro que apuesta a que las mejores páginas de la historia nacional están por escribirse.
Cuando alguien me dice que no hay por quién votar el 2 de junio, pienso que así (casi) siempre ha sido y que nos hemos dejado engañar por la falsa idea del regreso de Quetzalcóatl.
Yo iré a votar el domingo 2 de junio. Entregaré mi credencial. Me darán las boletas. Pasaré a la mampara, me persignaré y cruzaré el nombre de la persona que, me parece, mejor representa la idea de futuro, la única que puede sacarnos adelante.