Bitácora del directorPascal Beltrán del Río |
| 01 Abr 2024 - 08:39hrs
Casi siempre es imposible percibir que el cuerpo se ha enfermado hasta que aparecen los síntomas.
Lo que sucede en la biología es semejante a lo que sucede en la sociedad. Los síntomas nos están manifestando que el cáncer de la violencia está haciendo metástasis en el cuerpo social.
Los sucesos de la semana pasada en Taxco, Guerrero, donde una niña de ocho años fue asesinada y la presunta homicida fue linchada por una turba, nos muestran el nivel de descomposición que ha alcanzado México como país.
La ciudad minera que hizo famoso a México en el mundo por sus joyas coloniales, el trabajo de los orfebres plateros y las obras de Juan Ruiz de Alarcón, ya había venido mostrando una cara siniestra, como se ha documentado en esta columna: la de una población tomada por el crimen organizado, donde la extorsión ha hecho que todo se venda a sobreprecio, el periodismo ha sido acallado, los taxistas son obligados a trabajar como halcones y la aspiración política puede costar la vida.
Hace no más de 35 años, me gustaba sentarme en la terraza del restaurante Bora Bora, propiedad de unos amigos, a ver cómo pintaba la tarde las torres de la parroquia de Santa Prisca, una maravilla del barroco, o caminar por sus plazuelas y calles empedradas o comprar una pieza tallada en madera de los artesanos de Teloloapan. Hoy esos son recuerdos deslavados por la cotidianidad violenta que vuelve imprudente visitar Taxco.
El episodio más reciente de la serie de horror que tiene lugar en México comenzó en uno de los callejones de ese lugar, donde habitaba una familia, cuya cabeza, una mujer a la que un asesinato había dejado viuda, invitó a una niña, hija de una vecina, a convivir en su casa con su propia hija.
Por circunstancias que no están del todo claras –hay quien presume secuestro–, la visitante, de nombre Camila, terminó muerta. Con ayuda de un taxista, la anfitriona sacó el cuerpo de la niña en una bolsa de basura, mismo que fue depositado en la cajuela del vehículo y luego abandonado a la vera de un camino. La ansiedad de la madre de Camila ante la ausencia de la niña –la cual, le aseguraron, nunca había llegado a la casa vecina–, la llevó a revisar las cámaras de seguridad de la zona, que revelaron que se había cometido un crimen.
La tardanza de la autoridad en actuar provocó que estallara la ira popular y que la presunta asesina y dos de sus hijos fueran arrebatados de las manos de la policía local, arrastrados y golpeados inclementemente, incluso con palos, provocándole a ella la muerte.
Es verdad que no es la primera vez que sucede un linchamiento en México, pero éstos ocurrían típicamente en poblados pequeños, fácilmente presas de rumores, no en uno de los vértices del llamado Triángulo del Sol, que el gobierno mexicano acaba de presumir en la Fitur de Madrid.
En Taxco, como en muchas partes de México, no hay respeto por la vida, ni siquiera de una niña. Tampoco existe el debido proceso. No faltará quien justifique el linchamiento, con el pretexto de que la gente está harta de la inseguridad y la injusticia –lo cual es un hecho evidente–, o que cierre los ojos y diga “eso no pasa en mi colonia”, sin reconocer que lo que está pasando es que el país va en un caballo desbocado, por una vía rápida que conduce a un infierno donde la violencia, no la ley, es el medio para resolver cualquier agravio.
Hay quien se ufana que “México está de moda”, como quien enciende la farola de la calle para ocultar el hecho de que la casa está en tinieblas. Pero no hay progreso posible, por lo menos no uno que sea sostenible ni que beneficie a la mayoría, en un país en el que se puede acabar con la vida por cualquier motivo: la ganancia económica, la envidia, el deseo de venganza, incluso la diversión macabra.
México está enfermo y el mal que padece empieza a supurar por varios lados. Querer a México es obligarlo a dar vuelta en u y regresarlo al camino de la legalidad. Porque un país sin ley está condenado a la barbarie.